Agencias

– En esta fábrica sólo hay dos máquinas de coser, una de serigrafía y también, muchos sueños americanos rotos. Los trabajadores son todos mexicanos deportados de Estados Unidos, integrantes del colectivo Deportados en la Lucha, que ahora se ha reconvertido, como muchas otras cosas, en un pequeño frente de combate al covid-19. 

La historia comienza con un error, por allá de 2016, cuando Ana Laura López cometió la peor equivocación de su vida y se puso en charola de plata para que la detuviera el Buró de Inmigración y Control de Aduanas, o para decirlo en plata pura, la migra. Quiso ser responsable y le salió el tiro por la culata: Y así, sin más ni mucho preámbulo, la deportaron, lanzándola de nuevo a México luego de vivir 20 años sin papeles en Estados Unidos como una ciudadana modelo.

“En un intento por querer cambiar esta situación y mi status migratorio, acudí a las oficinas de migración, me creí ese falso discurso de que sólo se deportaban a personas que habían cometido errores. Siempre pagué mis impuestos, siempre hice trabajo a la comunidad. Pensé que iba a ser más fácil regularizar mi status pero no fue así», lamenta. Sus hijos, ambos estadunidenses por nacimiento, se quedaron del otro lado. La historia de Franco Ortíz es similar. Fue deportado en 2019, luego de vivir 30 años en Oklahoma trabajando como sastre (más adelante, datos de por qué eso le ayudaría). A sus 62 años explica que le ha sido muy difícil volver a la Ciudad de México, porque pese a ser la ciudad donde creció, no es la misma ciudad de ahora.

Es otra por completo: sabe y suena distinto. Como muchos otros compañeros del colectivo, ambos han pasado los últimos meses y años tratando de adaptarse a su nueva realidad en México. Algunos ya lo habían logrado, luego de hallar trabajo. Otros, seguían en la búsqueda. Pero luego, llegó el covid-19 y los planes se fueron al diablo. Varios integrantes del colectivo perdieron sus empleos en las rondas iniciales de cierres de negocios detonados de por el virus.

Otros, semanas después. A su doble tragedia de haber perdido su vida en Estados Unidos, sumaron la de una economía mexicana que se frenó en seco, y en donde un deportado no tiene muchas oportunidades de salir adelante más que en trabajos temporales o informales. Justo esos que el virus barrió como tsunami. Pero estos migrantes, como muchos otros, son tercos. Hoy, este peculiar grupo intenta sobrellevar los días trabajando en un nuevo proyecto: Deportados Brand, una marca que produce cubrebocas de tela a granel, con dos capas y una malla de peyón respirable. Cuestan 15 pesos y son el producto estrella de deportados que, como Ana y Franco, buscan sentido a su vida poniendo su granito de arena contra el covid-19.

La mayoría de quienes trabajan en la fábrica son adultos mayores de 40 años, con evidentes dificultades para adaptarse a un país que dejaron cuando fueron muy jóvenes; vivieron la mayor parte de sus vidas del otro lado, mientras el México que dejaron, por allá de los setenta y ochenta, hace mucho que mutó hacia otra cosa muy diferente. “Siempre nos hemos concentrado en una población muy característica: no somos dreamers, no somos jovencitos. Somos una primera generación de migrantes que fue a trabajar y la mayoría de nosotros somos gente que regresó a México ya teniendo más de 40 años.

Gente que no domina el inglés, gente que trabajó en oficios, en una fábrica, en el campo y que regresó a México con la misma escolaridad con la que se fue”, cuenta Ana, la fundadora del colectivo. A finales de marzo, explica, “nos empezamos a dar cuenta que había escasez de cubrebocas y que además muchos de nosotros se estaban quedando sin trabajo o les estaban prohibiendo trabajar. Así que les dije a mis compañeros, si no hay cubrebocas, hay que hacerlos nosotros”. Ana y sus compañeros confeccionaron las primeras muestras, Jaqueline, su vecina y artesana oaxaqueña, les enseñó a coser y juntas fabricaron las primeras mascarillas, que luego perfeccionaron.

A más de un mes de decretar el distanciamiento social, Deportados Brand ha fabricado miles de cubrebocas, que ya distribuye a Estados Unidos, especialmente los pedidos que hacen los mexicanos en ese país. “Nos están pidiendo gente que trabaja hospitales para los que trabajan en Estados unidos hay muchas escasez entonces si no me imaginé que fuera nacer tanta demanda”, explica Ana.

“Es bastante complicado -añade- porque algunos de los albergue no están recibiendo por la contingencia y esta gente queda en el limbo”, dice Ana. “Lo más doloroso estar lejos de la familia pero espero que la acosas pronto cambien y que mis hijos estén conmigo y sanos y seguros”. ¿Y qué hay de Franco? Reconoce que dentro de las complicaciones hay un elemento positivo: como sastre, está entrenado para utilizar las máquinas de coser. Hoy, es quien muestra a los demás deportados cómo se produce un cubrebocas.

El colectivo espera abrirse a otros sectores de la población necesitados, como las organizaciones indígenas e incrementar el apoyo en comunidad.

Fuente: Coatza Digital 

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